sábado, 29 de diciembre de 2012

La historia de Cricto.

Amanecía en el decimonoveno planeta periférico, en el segundo cuadrante calculado y aislado hace ya tanto por Cricto, astrónomo oficial de la corte del rey solar. Nada hacía presagiar los terribles eventos que dentro de muy breve se desatarían en aquel pequeño planeta, que albergaba una especie civilizada y pacífica (*), en los confines del brazo de Orión.

La mañana transcurría en medio de la expectativa por la fiesta de los dos soles en honor a Típloma, princesa de Vagabundia, heredera al trono del gran Rey. Las familias reían mientras esperaban que la niebla verde se disipara. Este fenómeno era presenciado por los habitantes del reino con cierta expectación, pues sabían que la niebla era muy frecuente en los primeros días del cuarto mes, y que sus efectos eran los de una sensibilidad alegre, con algo de esperanza y otro poco de tranquilidad sin culpa. (Sensaciones que nunca se atreverían a rechazar). Los habitantes del reino disfrutaban de estos bienhechores efectos pero el problema es que la niebla era densa, y no les permitía moverse con la agilidad acostumbrada. Así que esperaban que la niebla se disipara, fumando sus acostumbrados 23-34, disfrutando de ese estado tan parecido a lo que los humanos llamamos felicidad.

En eso andaban, cuando de repente ... todo cambió. El día se oscureció, con una oscuridad que solo podía experimentarse en los eclipses de equinoccio. Bien sabía Cricto que para que el fenómeno ocurriese faltaban 322 segmentos, lo cual lo dejó en un estado de extrema perplejidad. El suelo empezó a moverse por debajo de todos, en un movimiento ondulante y persistente, mientras se iniciaba el tétrico espectáculo de las luminosidades mudas, esos relámpagos sin sonido que insuflaron el terror como nunca antes en el reino. El cielo era ahora un torbellino y todo empezaba a tambalear de tal modo que grandes grietas, con su estela de abismos, empezaban a propagarse por la superficie.   



El planeta se estaba desmoronando.




Pero apareció ella.




 Nadie la vio. Nunca la vieron. No podrían haberla visto. Su mano se acercó al planeta hasta asirlo, con la delicadeza de la que solo su estirpe es capaz. Lo mantuvo unido, como quien compacta una bola de arena. Pero ella no arrojó esta bola, pues era preciosa. Amaba a estos seres dignos y generosos, con todo su corazón. Otros planetas podrían haber sucumbido pero no este. No ahora.

Su mano atravesó el planeta, a todos sus seres, quienes nunca encontrarían palabras para describir esa sensación. Su mano se dirigía ahora hacia el agresor. Aquel que hace millones de segmentos había iniciado la devastación del universo. Aquel a quien perseguía desde hace tanto que incluso su memoria prodigiosa no podría recordar el momento en el que todo empezó ... 


  



 (*) Pobres seres cuyo destino estuvo cifrado por fuerzas que jamás llegarían a comprender, desde mucho antes incluso que el primer capítulo del gran libro fuera escrito en los tiempos brillantes.


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